Por EDUARDO JORGE PRATS
Si fuésemos a
aplicar un análisis siquiátrico al Tribunal Constitucional, podría afirmarse
que, al igual que el doctor de la célebre novela de Robert Louis Stevenson “El
extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, se trata de un órgano jurisdiccional
con doble personalidad o que sufre del trastorno bipolar, es decir, que, o bien
tiene dos o más identidades o personalidades o bien su estado de ánimo oscila
intermitente, rápida y dramáticamente entre la alegría y la tristeza. En
cualquiera de los dos diagnósticos, estaríamos en presencia de un órgano
estatal cuya identidad está escindida en dos polos totalmente opuestos, lo que
se pone de manifiesto en su cotidiana actividad jurisdiccional.
La más reciente manifestación
de esta bipolaridad o doble personalidad la encontramos en la Sentencia TC 201/13,
dictada al fallarse una acción directa en inconstitucionalidad de la Asociación de Bancos
Comerciales y un grupo de entidades de intermediación financiera contra la Norma General
13/2011 dictada por la
Dirección General de Impuestos Internos (DGII). Contrario a
los principios garantistas magníficamente descritos y sustentados por el
Tribunal Constitucional en la
Sentencia TC 200/13, relativa a la acción en
inconstitucionalidad interpuesta por Namphy Rodríguez, Rafael Molina Morillo, la Fundación Prensa
y Derecho y el Centro para la
Libertad de Expresión de la República Dominicana
en contra de la Resolución
86-11 del Instituto Dominicano de las Telecomunicaciones, y a la cual me referí
en mi columna de la semana pasada (“Tribunal Constitucional y derecho a la
intimidad”, 22 de noviembre de 2013), en la Sentencia TC 201/13,
emitida apenas días después de esta sentencia que convierte al Tribunal
Constitucional en un fiel y fervoroso defensor del derecho a la intimidad de las
personas, los jueces constitucionales especializados recorren un camino
totalmente opuesto al trazado en dicho precedente histórico.
En la Sentencia TC 201/13,
el Tribunal Constitucional degrada y desnaturaliza la garantía constitucional
del debido proceso administrativo, pues, a pesar de que la Constitución es clara
en cuanto a que “las normas del debido proceso se aplicarán a toda clase de
actuaciones judiciales y administrativas” (artículo 69.10), sin distinción,
nuestro máximo defensor jurisdiccional de la Constitución se
despacha con la idea estrambótica de que “la aplicación de tal garantía
constitucional debe ser reclamada en sede administrativa cuando se trate de un
procedimiento sancionatorio o que tenga como resultado la afectación o
menoscabo de un derecho”. Todo ello, a pesar de que la Constitución no exige
afectación de derechos para garantizar el debido proceso administrativo, y no
obstante de que la propia Constitución en su artículo 138 dispone que debe
garantizarse la audiencia de las personas en la producción de las resoluciones
y actos administrativos conforme el procedimiento establecido por ley, ley que
en este caso es la Ley
General de Libre Acceso a la Información Pública
que obliga a la publicación previa para consulta pública de los proyectos
reglamentarios, cosa que no hizo la
DGII con la
Norma 13-2011. El Tribunal Constitucional llega al extremo de
afirmar que violar la garantía constitucional del debido proceso administrativo
constituye una simple ilegalidad no una inconstitucionalidad, que debe ser
decidida por la jurisdicción contencioso administrativa.
Pero no solo eso. El Tribunal
Constitucional, contrario a lo que ha hecho su homólogo español, se ha
declarado incompetente para conocer de la constitucionalidad de una norma que resulte
inconstitucional por vulnerar una ley súper orgánica como la Ley Monetaria y
Financiera. De manera que, cuantas veces el legislador ordinario invada la
esfera de competencias del legislador orgánico o súper orgánico, la ley no será
considerada inconstitucional sino solo ilegal, por lo que el asunto deberá ser
conocido por la jurisdicción contencioso administrativa. Abdican así los jueces
constitucionales especializados del control de constitucionalidad del
procedimiento de elaboración de las leyes, lo cual echa por el suelo todo el
nuevo sistema de fuentes creado por el constituyente en 2010.
Todo lo anterior fue señalado
por el valiente y valioso voto disidente de los jueces Milton Ray Guevara,
Justo Pedro Castellanos Khoury y Rafael Díaz Filpo, quienes insistieron, entre
otros fundamentos de su disenso, en que la LMF “es una ley súper orgánica, ya que se exige
una mayoría ultra agravada para su modificación -incluso superior a la
requerida para aprobar la reforma de la Constitución-, a
menos que la propuesta de modificación haya sido iniciativa del Poder
Ejecutivo, a propuesta de la
Junta Monetaria o con voto favorable de ésta”.
El futuro cercano dirá el
impacto de esta sentencia constitucional en el clima de respeto a los derechos
fundamentales. Por el momento, una cosa queda clara: nadie se salva del
Tribunal Constitucional. Ricos o pobres, débiles o poderosos, todos somos
iguales ante el atropello por el Tribunal Constitucional, ante la alquimia
interpretativa y el maltrato constitucional por parte de nuestros jueces
constitucionales especializados.
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