María Sánchez Monge
“Cuando sientas que vas a estallar, cuenta hasta diez antes de soltar tu rabia”. ¡Qué fácil es dar este consejo y de qué poco sirve! Un ataque de furia no es algo que uno pueda tragarse así como así. La ira es un sentimiento que cumple una función, tiene una razón de ser y suele resultar muy difícil de controlar cuando se nos escapa de las manos. Lo que no quiere decir que sea imposible.
“La ira es una emoción que pertenece al ser humano y
que, como tal, es positiva y necesaria para la supervivencia”. Así
la describe Nadia del Real López, psicóloga del Centro
TAP. Tratamiento Avanzado Psicológico. “Puede servir para
defenderse ante una situación de peligro o un ataque. Nos puede ayudar a salir
victoriosos de situaciones en las que nos vemos obligados a defendernos y,
además, una persona tiene derecho a enfadarse, sobre todo cuando es víctima de
una injusticia”. Por lo tanto, “es un instrumento muy útil en manos de una
persona que la sabe controlar y valerse de ella cuando la necesita”.
“Es una emoción natural y normal que cumple el
papel de defensa y lucha”, coincide Cristina Pérez, directora del equipo de
psicólogos de Siquia. “En la antigüedad servía para defendernos de los
daños que otros podrían causarnos y hoy en día también”.
Cuándo empieza a ser un problema
La ira, la ansiedad, el miedo, la tristeza, la alegría, los celos… Todas estas emociones
desempeñan funciones muy importantes y son necesarias para la supervivencia de
las personas. Sin embargo, advierte del Real, “cuando la ira domina o desborda
a la persona, se dirige de forma desmedida hacia otros, produce consecuencias
negativas para el bienestar de los demás y de uno mismo e incluso cuando
aparece en situaciones innecesarias, es cuando hablamos de una ira
desadaptativa o problemática”.
Hay una emoción íntimamente ligada a la ira: la
frustración. “Nos frustramos y enfadamos cuando hay un obstáculo que se
interpone ante nuestros deseos y objetivos. Por ello, la frustración es
clave en esta emoción”, apunta Pérez. Las consecuencias no suelen ser
buenas porque “la ira provoca ira y los conflictos resueltos por medio de esta
emoción generan problemas aún mayores. De hecho, la ira provoca rechazo y
hostilidad. Cuando esta emoción toma el control, nos convertimos en
personas hostiles, hurañas y poco sociables”.
Personas más proclives a la ira
Algunas personas son más propensas a la ira debido
a muy diversos factores. “Todos nos enfadamos y sentimos ira, pero no
con la misma intensidad ni duración ni ante las mismas situaciones”,
indica la psicóloga del Centro TAP. La edad, la educación recibida y las
experiencias vitales son algunos de los elementos que pueden ejercer una
poderosa influencia.
Educación durante la infancia
y adolescencia
“La educación
emocional es clave en el desarrollo de la ira”, asevera la
experta de Siquia. Por eso, los niños criados con enfado, ira u hostilidad “es
muy probable que aprendan a resolver los conflictos por medio de esta emoción”
y de ahí la importancia de “aprender desde muy pequeños a poder poner
nombre a la emoción, normalizarla y enseñar a expresarla”.
Por su parte, del Real explica que, en la primera
infancia, es cuando los niños comienzan a adquirir la capacidad de reprimir
los impulsos de agresión física (empujar, golpear, pellizcar, morder,
gritar...) cuando están enfadados. “Los niños en edad preescolar van aprendiendo
a identificar los estados emocionales básicos en ellos mismos y en los demás
mediante el uso de la palabra”, recalca. Sin embargo, es frecuente ver niños
que recurren a conductas de violencia física (arrojan juguetes, empujan o
golpean a sus padres o compañeros) debido a que “aún se están empezando a
acostumbrar al uso de la palabra para expresar sus sentimientos”.
A medida que crecen, los menores adquieren
habilidades lingüísticas más complejas y empiezan a tener la capacidad
para ponerse en el lugar del otro. “Desarrollan la empatía y llegan a
comprender mejor el efecto que sus actos y palabras tienen sobre los demás. En
los años más avanzados, ya deberían saber expresar su ira con palabras y
no físicamente”, expone del Real. Pero esta progresión no siempre se produce y
los niños con dificultades para hablar o controlar sus impulsos suelen tener más
problemas para controlar sus sentimientos de ira y pueden responder
usando la fuerza física, gritos o negándose a obedecer las normas escolares o
familiares.
La adolescencia es otro periodo crítico en
el que los chavales son bombardeados por diversos estímulos, es decir, “nuevos
agentes y preocupaciones que pueden provocar sentimientos de enfado y
frustración, como la creciente necesidad de independencia e intimidad,
además de que aumentan las exigencias académicas, sociales y laborales”.
Durante esta etapa, algunos jóvenes expresan su frustración e ira negándose a
verbalizar lo que sienten y piensan, mientras que otros reaccionan físicamente
con conductas violentas como golpes o portazos. En algunos casos incluso pueden
llegar a tener tales dificultades para manejar sus impulsos que pueden
descargar su agresión en los demás.
Factores culturales
“La cultura de grupo también puede
tener un papel fundamental en la aceptación de la agresión física o verbal como
respuesta adecuada a los sentimientos de ira”, expresa del Real. De este modo,
la aceptación o no por parte del entorno de determinadas muestras de
agresividad actuará como refuerzo para perpetuarlas o irlas eliminando
paulatinamente.
Vivencias y relaciones
personales
Además de la educación recibida y el modelo de
crianza con el que hayamos crecido desde la infancia, nuestras experiencias y
el modo en que nos enfrentamos a ellas van conformando un modelo de gestión de
la ira. “Las relaciones personales suelen ser uno de los principales
factores que propician el enfado o la ira en nosotros”, afirma del
Real. Pero con frecuencia se tiende a pensar que las personas más emocionales o
expresivas son las más iracundas, cuando muchas veces ocurre lo contrario: los
individuos supuestamente pasivos, que callan e intentan a toda
costa evitar el conflicto, “llegan a acumular un gran malestar y, por efecto de
esa acumulación, pueden explotar y descargar de esta forma la ira,
muchas veces de forma desproporcionada”.
Pérez también tiene claro que, si bloqueamos la
emoción, “callándonos aquello que nos duele o nos molesta, es cuando surgen los
ataques de ira, y donde más explotamos, como dice el refrán "es donde hay
confianza".
Claves para el control de la ira
No hay recetas mágicas para llegar a controlar la
ira. El secreto está, según del Real, en el autoconocimiento, es decir, saber
“qué es lo que hace que, a partir de una pequeña molestia o irritación
inicial, se llegue hasta la expresión de la ira descontrolada”. Para ello,
es imprescindible conocer el camino ascendente que sigue la ira. El proceso de
escalada responde a estas 4 fases:
- Suceso negativo.
- Pensamiento caliente.
- Ira excesiva.
- Conductas violentas (chillar, insultar...).
“El error de muchas personas es creer que un suceso
negativo provoca el malestar o la ira excesiva directamente. Lo que en realidad
nos enfada es lo que ha ocurrido (suceso) y lo que hemos interpretado
(pensamiento) acerca de ello”, aclara la profesional de Centro TAP. Por lo tanto,
lo que a la persona le pone furiosa tiene mucho que ver con la
interpretación que hace del suceso. Además, gran parte de los sucesos
negativos pueden deberse a una causa justificada, que, si nos dejamos cegar por
la ira, no vamos a tener en cuenta. “Si detectamos las señales que indican
cuándo nos estamos enfadando y por qué, al menos tendremos la oportunidad de
poder controlar nuestro nivel de cólera”, concluye. Estas señales pueden ser
físicas, emocionales, cognitivas, comportamentales, etc.
La psicóloga ofrece las siguientes consejos para
reducir los ataques de ira:
·
Procurar llevar un estilo
de vida que nos mantenga en un estado tranquilo, de manera que sea más
complicado llegar al estallido.
·
Realizar actividades
como meditar, practicar actividad física, evitar el estrés, disfrutar de actividades agradables… “Todas ellas
ayudarán a aumentar el umbral, tener más paciencia y elevar la capacidad de
poner en marcha estrategias para expresar las emociones de una manera
más adaptativa”, explica del Real.
Pérez propone un pequeño ejercicio para averiguar
hasta qué punto la ira supone un problema en nuestra vida diaria: “Recomiendo
que nos paremos a ver si nos enfadamos a veces, qué hacemos con el
enfado y si conseguimos que los demás nos escuchen. Y si nos sentimos a
gusto con el resultado, adelante; si no es así, vamos a parar a ver qué
ocurre”.
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