“Es un ideal por el que espero vivir, pero por el
que estoy dispuesto a morir”
El líder ‘antiapartheid’ compareció el 20 de abril
de 1964 ante el Tribunal Supremo de Pretoria y explicó por qué recurrió a la
violencia para combatir el racismo. Fue condenado a cadena perpetua. El
discurso marcó para siempre su biografía. Estas fueron sus palabras
De
entrada, quiero decir que la insinuación de que la lucha en Sudáfrica esté
influida por extranjeros o comunistas es absolutamente falsa. Sea lo que sea lo
que he hecho, lo he hecho por mis experiencias en Sudáfrica y mis raíces
africanas, de las que me siento orgulloso, y no por lo que cualquier extranjero
pueda haber dicho. Durante mi juventud en Transkei, escuché a los ancianos de
la tribu contar historias sobre los viejos tiempos. Entre las historias que me
narraron se encuentran las de las batallas libradas por nuestros antepasados en
defensa de la patria. Los nombres de Dingane y Bambata, Hintsa y Makana,
Squngthi y Dalasile, Moshoeshoe y Sekhukhuni, eran elogiados y considerados el
orgullo de toda la nación africana. Por entonces yo esperaba que la vida
pudiese ofrecerme la oportunidad de servir a mi pueblo y hacer mi humilde
contribución a su lucha por la libertad.
Algunas
de las cosas que se le han dicho al tribunal hasta ahora son ciertas, y otras
falsas. No niego, sin embargo, que planeé un sabotaje. No lo hice movido por la
imprudencia ni porque sienta ningún amor por la violencia. Lo planeé como
consecuencia de una evaluación tranquila y racional de la situación política a
la que se había llegado tras muchos años de tiranía, explotación y opresión de
mi pueblo por parte de los blancos.
Admito
de inmediato que yo fui una de las personas que ayudó a crear Umkhonto we Sizwe
[brazo armado del Congreso Nacional Africano]. Niego que Umkhonto fuese
responsable de una serie de actos que claramente están al margen de las
políticas de la organización y de los que se nos ha acusado. Yo y las demás
personas que fundaron la organización pesamos que sin violencia no se abriría
ninguna vía para que el pueblo africano venza en su lucha contra el principio
de la supremacía blanca. Todas las formas legales de expresar la oposición a
este principio habían sido proscritas por ley y nos veíamos en una situación en
la que teníamos que elegir entre aceptar un estado permanente de inferioridad o
desafiar al Gobierno. Optamos por desafiar la ley.
Primero
infringimos la ley de un modo que eludía todo recurso a la violencia; cuando se
legisló contra esta vía, y a continuación el Gobierno recurrió a una
demostración de fuerza para aplastar la oposición a sus políticas, solo
entonces decidimos responder a la violencia con violencia.
El
Congreso Nacional Africano (ANC, por sus siglas en inglés) se constituyó en
1912 para defender los derechos del pueblo africano, que se habían visto
gravemente coartados. Durante 37 años – es decir, hasta 1949 — llevó a cabo una
lucha estrictamente constitucional. Pero los Gobiernos blancos se mantuvieron
inamovibles y los derechos de los africanos se redujeron en vez de ampliarse.
Incluso después de 1949, el ANC seguía decidido a evitar la violencia. En
esa época, sin embargo, se tomó la decisión de protestar contra el apartheid mediante manifestaciones pacíficas,
aunque ilegales. Más de 8.500 personas fueron a la cárcel. Pero no hubo ni un
solo caso de violencia. Yo y 19 compañeros fuimos condenados por organizar la
campaña, pero nuestras condenas se suspendieron, principalmente porque el juez
consideró que en todo momento se había hecho hincapié en la no violencia y la
disciplina.
Durante
la campaña de desafío, se aprobaron las leyes de Seguridad Pública y de
Enmienda del Código Penal. Estas contemplaban unos castigos más duros por las
protestas contra [las] leyes. A pesar de ello, las protestas continuaron y
el ANC se mantuvo firme en su política de no violencia. En 1956, 156
miembros destacados de la
Alianza del Congreso, entre los que me encontraba, fuimos
detenidos. La política no violenta del ANC fue puesta en tela de juicio
por el Estado, pero cuando el tribunal emitió su veredicto unos cinco años
después, halló que el ANC no tenía una política de violencia.
En
1960 se produjo el tiroteo de Sharpeville, que tuvo como consecuencia la
ilegalización del ANC. Mis compañeros y yo, tras meditarlo detenidamente,
decidimos que no íbamos a acatar ese decreto. El pueblo africano no formaba
parte del Gobierno y no hacía las leyes por las que debía regirse. Creíamos en
las palabras de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, que dice que
“la voluntad del pueblo será la base de la autoridad del Gobierno” y, para
nosotros, aceptar la prohibición equivalía a aceptar que se silenciase a los
africanos para siempre. El ANC se negó a disolverse, y, en vez de eso,
pasó a la clandestinidad.
En
1960, el Gobierno celebró un referéndum que condujo a la instauración de la
república. Los africanos, que representaban aproximadamente el 70% de la
población, no tenían derecho a votar y ni siquiera se les consultó. Asumí la
responsabilidad de organizar la campaña nacional para que la gente se quedara
en casa coincidiendo con la declaración de la república. Puesto que todas las
huelgas de los africanos son ilegales, la persona que organice dichas huelgas
debe evitar ser detenida. Tuve que dejar mi casa y mi familia y mi trabajo para
esconderme y evitar que me detuvieran. El quedarse en casa debía ser una
manifestación pacífica. Se dieron instrucciones precisas para evitar cualquier
brote de violencia.
La
respuesta del Gobierno fue aprobar leyes nuevas y más estrictas, movilizar a
las fuerzas armadas y enviar mercenarios, vehículos armados y soldados a los
municipios segregados en lo que constituyó un alarde de fuerza masivo para
intimidar a la gente. El Gobierno había decidido gobernar exclusivamente por la
fuerza y esta decisión marcó un punto de inflexión en el camino hacia Umkhonto.
¿Qué debíamos hacer nosotros, los líderes de nuestro pueblo? No teníamos la
menor duda de que teníamos que proseguir la lucha. Cualquier otra decisión
habría sido una vil rendición. Nuestra duda no era si debíamos luchar, sino la
manera de continuar la lucha.
Los
miembros del ANC siempre hemos defendido una democracia no racista y nos
alejábamos de cualquier acción que pudiese distanciar aún más las razas. Pero
la dura realidad era que lo único que había conseguido el pueblo africano tras
50 años de no violencia era una legislación cada vez más represiva y unos
derechos cada vez más mermados. Por entonces, la violencia ya se había
convertido, de hecho, en un elemento característico de la escena política
sudafricana.
Hubo
violencia en 1957 cuando a las mujeres de Zccrust se les ordenó que llevasen un
pase encima; hubo violencia en 1958 con el sacrificio selectivo del ganado en
Sekhukhuneland; hubo violencia en 1959 cuando la gente de Cato Manor protestó
por los controles de los pases; hubo violencia en 1960 cuando el Gobierno
intentó imponer autoridades bantúes en Pondoland. Cada altercado apuntaba a la
inevitable intensificación entre los africanos de la creencia de que la
violencia era la única salida; mostraba que un Gobierno que emplea la fuerza para
imponer su dominio enseña a los oprimidos a usar la fuerza para oponerse a él.
Llegué
a la conclusión de que, puesto que la violencia en este país era inevitable,
sería poco realista seguir predicando la paz y la no violencia. No me fue fácil
llegar a esta conclusión. Solo cuando todo lo demás había fracasado, cuando
todas las vías de protesta pacífica se nos habían cerrado, tomamos la decisión
de recurrir a formas violentas de lucha política. Lo único que puedo decir es
que me sentía moralmente obligado a hacer lo que hice.
Eran
posibles cuatro formas de violencia. Está el sabotaje, está la guerra de
guerrillas, está el terrorismo y está la revolución abierta. Optamos por adoptar
la primera. El sabotaje no conllevaba la pérdida de vidas y era lo que ofrecía
más esperanzas para las relaciones interraciales en el futuro. El resentimiento
sería el mínimo posible y, si la estrategia daba sus frutos, el Gobierno
democrático podría llegar a ser una realidad. El plan inicial se basaba en un
análisis pormenorizado de la situación política y económica de nuestro país.
Creíamos que Sudáfrica dependía en gran medida del capital extranjero.
Pensábamos que la destrucción planificada de centrales eléctricas, y la
interrupción de las comunicaciones telefónicas y ferroviarias, ahuyentarían la
inversión en el país, lo que empujaría a los votantes a replantearse su
postura. Umkhonto llevó a cabo su primera operación el 16 de diciembre de 1961,
cuando fueron atacados varios edificios del Gobierno en Johannesburgo, Port
Elizabeth y Durban. La selección de los blancos es una prueba de la política a
la que me he referido. Si hubiésemos pretendido atentar contra las personas,
habríamos seleccionado objetivos en los que se congrega la gente y no edificios
vacíos y centrales eléctricas.
Los
blancos no fueron capaces de responder proponiendo cambios; respondieron a
nuestro llamamiento proponiendo los laager,
una especie de fortines improvisados. Por el contrario, la respuesta de los
africanos fue de ánimo. De repente, volvía a haber esperanza. La gente empezaba
a hacer conjeturas sobre cuándo llegaría la libertad.
Pero
en Umkhonto sopesábamos la respuesta de los blancos con desasosiego. Se estaban
trazando líneas. Los blancos y los negros se estaban pasando a bandos
diferentes y la posibilidad de evitar una guerra civil se reducía. Los
periódicos blancos publicaban artículos diciendo que el sabotaje se castigaría
con la muerte. Si eso era cierto, ¿cómo podíamos seguir manteniendo a los
africanos alejados del terrorismo?
Nos
sentíamos en el deber de prepararnos para usar la fuerza a fin de defendernos
frente a ella. Decidimos por tanto tomar medidas para la posibilidad de una
guerra de guerrillas. Todos los blancos pasan por un servicio militar
obligatorio, pero a los africanos no se les proporciona ese entrenamiento.
Desde nuestro punto de vista, era esencial crear un núcleo de hombres entrenados
que fuesen capaces de proporcionar el liderazgo que se necesitaría si estallaba
una guerra de guerrillas.
Llegados
a ese punto, se decidió que yo debía asistir a la Conferencia del
Movimiento Panafricano por la
Libertad que iba a celebrarse a principios de 1962 en Adís
Abeba y que, tras la conferencia, iniciaría un recorrido por los Estados
africanos con el fin de encontrar centros de adiestramiento para los soldados.
Mi viaje fue un éxito. Dondequiera que iba, encontraba solidaridad con nuestra
causa y promesas de ayuda. Toda África estaba unida contra la actitud de la Sudáfrica blanca y hasta
en Londres me recibieron con gran cordialidad dirigentes políticos como
Gaitskell y Grimond.
Empecé
a estudiar el arte de la guerra y la revolución y, mientras estaba en el
extranjero, realicé un curso de entrenamiento militar. Si iba a haber una
guerra de guerrillas, quería ser capaz de apoyar a mi pueblo y combatir junto a
el, y de compartir los peligros de la guerra con ellos.
A mi
regreso descubrí que pocas cosas habían cambiado en el panorama político, salvo
que la amenaza de la pena de muerte para el delito de sabotaje se había
convertido en un hecho.
Otra
de las alegaciones que presenta el Estado es que los objetivos y fines
del ANC y los del Partido Comunista son los mismos. El credo del ANC
es, y siempre ha sido, el credo del nacionalismo africano. No es el concepto
del nacionalismo africano expresado por el grito de “Empujad al hombre blanco
mar adentro”. El nacionalismo africano que defiende el ANC es el concepto
de libertad y plenitud para el pueblo africano en su propia tierra. El
documento político más importante que ha adoptado el ANC en toda su
historia es la “carta de la libertad”. No es en ningún modo un plan para un
Estado socialista. Exige la redistribución, pero no la nacionalización, de la
tierra; contempla la nacionalización de las minas, los bancos y los sectores
monopolistas, porque los grandes monopolios están en manos de una de las razas
solamente y, sin esa nacionalización, la dominación racial se perpetuaría
aunque se repartiese el poder político. Conforme a la carta de la libertad, la
nacionalización se llevaría a cabo en el contexto de una economía basada en la
empresa privada.
Por
lo que respecta al Partido Comunista, y si entiendo correctamente su política,
defiende la creación de un Estado basado en los principios del marxismo. El
Partido Comunista hace hincapié en la diferencia de clases, mientras que
el ANC pretende que convivan en armonía. Esta es una distinción esencial.
Es
cierto que a menudo ha habido una cooperación estrecha entre el ANC y el
Partido Comunista. Pero esta cooperación es simplemente la prueba de que hay un
objetivo común – la abolición de la supremacía blanca, en este caso — y no
demuestra una coincidencia completa de nuestros intereses. La historia del
mundo está llena de ejemplos similares. Quizás el más sorprendente sea la
cooperación entre Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética en
la lucha contra Hitler. Nadie salvo Hitler se habría atrevido a afirmar que
dicha cooperación convertía a Churchill o a Roosevelt en comunistas. Las
diferencias teóricas entre aquellos que luchan contra la opresión son un lujo
que no podemos permitirnos en este momento.
Es
más, durante muchas décadas los comunistas fueron el único grupo político en
Sudáfrica dispuesto a tratar a los africanos como seres humanos y como sus
iguales; que estaba dispuesto a comer con nosotros; a hablar con nosotros, a
vivir con nosotros y a trabajar con nosotros. Eran el único grupo que estaba
dispuesto a trabajar con los africanos para lograr derechos políticos y ocupar
un lugar en la sociedad. Debido a esto, hay muchos africanos que, hoy en día,
tienden a equiparar la libertad con el comunismo. Esta opinión está respaldada
por un poder legislativo que tacha de comunistas a todos los exponentes de un
Gobierno democrático y de la libertad africana y proscribe a muchos de ellos
(que no son comunistas) en virtud de la
Ley de Supresión del Comunismo. Aunque nunca he sido miembro
del Partido Comunista, he sido encarcelado conforme a esa ley.
Siempre
me he considerado, en primer lugar, un patriota africano. Hoy día me siento
atraído por la idea de una sociedad sin clases, y es una atracción que proviene
en parte de las lecturas marxistas y, en parte, de mi admiración por la
estructura de las primeras sociedades africanas. La tierra pertenecía a la
tribu. No había ricos ni pobres y no había explotación. Todos aceptamos la
necesidad de que exista una cierta forma de socialismo para permitir que
nuestro pueblo alcance a los países avanzados de este mundo y supere su legado
de extrema pobreza. Pero esto no significa que seamos marxistas.
Tengo
la impresión de que los comunistas consideran que el sistema parlamentario
occidental es reaccionario. Pero, por el contrario, yo lo admiro. La Carta Magna , la Petición de Derechos y la Declaración de
Derechos son documentos venerados por los demócratas en todo el mundo. Siento
un gran respeto por las instituciones británicas y por el sistema judicial del
país. Considero que el parlamento británico es la institución más democrática
del mundo, y la imparcialidad de su poder judicial nunca deja de suscitar mi
admiración. El Congreso estadounidense, la separación de poderes de ese país y
también la independencia de su poder judicial suscitan en mí unos sentimientos
parecidos.
Mi
pensamiento se ha visto influido tanto por Occidente como por Oriente. No
debería atarme a ningún otro sistema de sociedad concreto que no sea el
socialismo. Debo liberarme para tomar prestado lo mejor de Occidente y de
Oriente.
Nuestra
lucha es contra adversidades reales, y no imaginarias, o, usando el lenguaje del
fiscal del Estado, “las llamadas adversidades”. Básicamente, luchamos contra
dos elementos que caracterizan la vida en Sudáfrica y que están reforzados por
la legislación. Estos elementos son la pobreza y la falta de dignidad humana, y
no necesitamos a los comunistas o a los llamados “agitadores” para enseñarnos
algo sobre estas cosas. Sudáfrica es el país más rico de África, y podría ser
uno de los países más ricos del mundo. Pero es una tierra de extraordinarios
contrastes. Los blancos disfrutan del que posiblemente sea el nivel de vida más
alto del mundo, mientras que los africanos viven en la pobreza y la miseria. La
pobreza lleva aparejada la desnutrición y la enfermedad. La tuberculosis, la
pelagra y el escorbuto provocan la muerte y la destrucción de la salud.
Sin
embargo, los africanos no solo se quejan de que son pobres y de que los blancos
son ricos, sino de que las leyes, que están hechas por los blancos, están
diseñadas para mantener esta situación. Hay dos formas de salir de la pobreza.
La primera es mediante la educación formal, y la segunda es que el trabajador
adquiera una mayor destreza en su trabajo y consiga así unos salarios más
elevados. En lo que se refiere a los africanos, ambas vías para progresar están
limitadas deliberadamente por la legislación.
El
Gobierno siempre ha tratado de poner trabas a los africanos en su búsqueda de
educación. Hay una educación obligatoria para todos los niños blancos sin casi
ningún coste para los padres, ya sean ricos o pobres. Los niños africanos, sin embargo,
por lo general tienen que pagar más por sus estudios que los blancos.
Aproximadamente
el 40% de los niños africanos en el grupo de edades comprendidas entre los
siete y los 14 años no van al colegio. Para los que van, los niveles son muy
diferentes de los que se exigen a los niños blancos. Solo 5.660 niños africanos
en toda Sudáfrica consiguieron superar la escuela primaria en 1962, y solo 362
aprobaron el examen de ingreso en la universidad.
Esto
concuerda previsiblemente con la política de la educación bantú sobre la cual
el actual primer ministro dijo: “Cuando tenga el control de la educación nativa
la reformaré para que a los nativos se les enseñe desde su infancia a darse
cuenta de que la igualdad con los europeos no es para ellos. Las personas que
creen en la igualdad no son profesores deseables para los nativos. Cuando mi
departamento controle la educación nativa sabrá para qué clase de educación
superior es apto un nativo, y si tendrá una oportunidad en la vida de usar sus
conocimientos”.
El otro
obstáculo principal para el progreso de los africanos es la prohibición basada
en el color vigente en la industria, según la cual los mejores trabajos están
reservados solo para los blancos. Además, a los africanos que consiguen un
empleo en las profesiones no cualificadas o semicualificadas abiertas a ellos
no se les permite formar sindicatos que sean reconocidos. Esto significa que se
les niega el derecho a la negociación colectiva, que sí se permite a los
trabajadores blancos mejor pagados.
El
Gobierno responde a sus detractores diciendo que los africanos en Sudáfrica
viven en mejores condiciones que los habitantes de otros países en África. No
sé si esta afirmación es cierta. Pero incluso si lo es, en lo que se refiere a
los africanos, es irrelevante.
No
nos quejamos de que seamos pobres en comparación con gente de otros países,
sino de que somos pobres en comparación con los blancos en nuestro propio país,
y de que la legislación impide que cambiemos este desequilibrio.
La
falta de dignidad humana experimentada por los africanos es una consecuencia
directa de la política de la supremacía blanca. La supremacía blanca implica la
inferioridad de los negros. La legislación diseñada para mantener la supremacía
de los blancos refuerza esta idea. Las labores de baja categoría son siempre
realizadas por africanos.
Cuando
hay que llevar o limpiar algo el hombre blanco siempre mira a su alrededor
buscando a un africano que lo haga para él, tanto si el africano es un empleado
suyo como si no. Debido a esta clase de actitud, los blancos tienden a
considerar a los africanos como una estirpe diferente. No los consideran
personas con familias propias; no se dan cuenta de que tienen emociones y de
que se enamoran igual que los blancos; de que quieren estar con sus mujeres y
sus hijos igual que los blancos quieren estar con los suyos; de que quieren
ganar suficiente dinero para mantener a sus familias como es debido,
alimentarlas, vestirlas y enviarlas al colegio. ¿Y qué sirviente, jardinero o
jornalero puede esperar hacer esto alguna vez?
Las
leyes relativas a los pases hacen que cualquier africano esté sometido a la
vigilancia policial en todo momento. Dudo que haya un solo hombre africano en
Sudáfrica que no haya tenido un roce con la policía por su pase. Cientos, miles,
de africanos son encarcelados cada año conforme a las leyes de pases.
Y
aún peor es el hecho de que las leyes de pases separen al marido y a la mujer,
y lleven a la ruptura de la vida familiar. La pobreza y la ruptura de la
familia tienen efectos secundarios. Los niños deambulan por las calles porque
no tienen escuelas a las que ir, ni dinero para poder ir, ni padres en casa
para ver que van, porque ambos progenitores (si es que hay dos) tienen que
trabajar para mantener viva a la familia. Esto conduce a una ruptura de las
normas morales, a un incremento alarmante de la ilegitimidad y a la violencia,
que surge no solo en el ámbito político, sino en todas partes. La vida en los
municipios segregados es peligrosa. No hay un día en el que no apuñalen o ataquen
a alguien. Y la violencia se traslada fuera de los barrios segregados [hasta]
las zonas donde viven los blancos. La gente tiene miedo de andar por las calles
cuando anochece. Los allanamientos de morada y los robos están aumentando, a
pesar del hecho de que ahora se puede imponer la pena de muerte por estos
delitos. Las penas de muerte no pueden curar el resentimiento enconado.
Los
africanos quieren que se les pague un salario mínimo. Los africanos quieren
realizar un trabajo que sean capaces de realizar, y no un trabajo que el
Gobierno declare que son capaces de realizar. Los africanos quieren que se les
permita vivir donde puedan conseguir trabajo, y que no se les expulse de una
zona porque no nacieron allí. Los africanos quieren que se les permita poseer
tierras en lugares en los que trabajen, y que no se les obligue a vivir en
casas alquiladas que nunca pueden llamar suyas. Los africanos quieren formar
parte de la población general, y que no se les confine en sus propios guetos.
Los
hombres africanos quieren que sus mujeres y sus hijos vivan con ellos donde
trabajan, y que no se les obligue a llevar una vida poco natural en albergues
para hombres. Las mujeres africanas quieren estar con sus hombres, y no quieren
quedarse viudas permanentemente en las reservas. Los africanos quieren que se
les permita salir después de las once de la noche, y no quieren que se les
confine en sus habitaciones como a niños pequeños. Los africanos quieren que se
les permita viajar en su propio país y buscar trabajo donde quieran, y no donde
la oficina de trabajo les diga que lo hagan. Los africanos solo quieren una
parte equitativa de toda Sudáfrica; quieren seguridad y participar en la
sociedad.
Por
encima de todo, queremos los mismos derechos políticos, porque sin ellos nuestras
desventajas serán permanentes. Sé que esto les parece revolucionario a los
blancos de este país porque la mayoría de los votantes serán africanos. Esto
hace que el hombre blanco tema la democracia. Pero no se puede permitir que
este temor se interponga en el camino de la única solución que garantizará la
armonía racial y la libertad para todos. No es cierto que la concesión del
derecho al voto a todo el mundo provocará una dominación racial. La división
política, basada en el color, es totalmente artificial y, cuando desaparezca,
también lo hará el dominio de un grupo de color sobre otro. El ANC se ha
pasado medio siglo luchando contra el racismo. Cuando triunfe, no cambiará esa
política.
Esto,
por tanto, es contra lo que lucha el ANC. Su lucha es una auténtica lucha
nacional. Es una lucha de los africanos, movidos por su propio sufrimiento y su
propia experiencia. Es una lucha por el derecho a vivir. Durante toda mi vida
me he dedicado a esta lucha de los africanos. He luchado contra la dominación
de los blancos, y he luchado contra la dominación de los negros. He anhelado el
ideal de una sociedad libre y democrática en la que todas las personas vivan
juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que
espero vivir y que espero lograr. Pero si es necesario, es un ideal por el que
estoy dispuesto a morir.
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