El 16 de
agosto del año 2000, luego de terminar la ceremonia de traspaso de mando por
ante la Asamblea Nacional, me dirigí a mi lugar de residencia. Al doblar por la
Avenida Independencia, sentí, de manera persistente, la bocina de algunos
vehículos que venían detrás del que me transportaba.
Le pregunté
al conductor: ¨_Qué ocurre? -Por qué están tocando esas bocinas?¨ ¨Ah, me
contestó, porque quieren que nos echemos a un lado.¨
Era la
primera vez en cuatro años que sentía el toque de bocinas detrás de nuestro
vehículo. Normalmente, sucedía al revés. Era el nuestro el que les tocaba a los
que se encontraban delante para que nos cedieran el paso.
Pero hacía
tan sólo unos minutos que había entregado la banda presidencial, y eso
ocasionaba que rápidamente retornase, como se dice en el argot popular, al
reino de los mortales.
Para muchas
personas, el poder consiste en es en el aspecto simbólico, ceremonial y mítico
con el que usualmente se ven envueltos los actos oficiales. Pero, en realidad,
el poder es mucho más que eso. Es más bien una relación social que se establece
entre quienes, por un lado, dirigen o mandan, y quienes, por el otro, obedecen
o figuran en calidad de subalternos.
Lo más
importante, sin embargo, es establecer por qué ocurre esto. A qué se debe esa
relación de poder o de dominio de unos sobre otros.
Lo que se ha
logrado consignar es que la gente obedece al poder, básicamente por tres
razones. Primero, porque considera que es correcto, que es válido hacerlo, lo
que determina que el poder tenga carácter de legítimo.
Segundo, por
temor a ser sancionado, lo que significa, en ese caso, que el poder tiene un
sentido de coacción; y en tercer término, porque se espera alguna gratificación,
con lo cual se afirma que tiene una naturaleza compensatoria.
Naturalmente,
estas formas de poder no sólo ocurren dentro del marco del Estado, forma
suprema del poder político, sino que tienen lugar a través de cualquier tipo de
organización social, desde la familia, la escuela, la organización cívica, el
club cultural o la iglesia.
Autoridad y
liderazgo
Ahora bien,
lo que ocurre dentro del marco del sistema político es que el que ha resultado
electo por voluntad mayoritaria de los ciudadanos, y, por consiguiente, posee
legitimidad democrática para gobernar, dispone, al mismo tiempo, de autoridad
legal para ejercer el mando.
Esa
autoridad, por supuesto, está limitada en el tiempo y en su alcance por la
Constitución y por las distintas leyes. Pero mientras dure el período legal de
ejercicio del poder, se dispone de la potestad y de las atribuciones para dirigir
al conjunto del conglomerado social. El solo hecho de disfrutar de legitimidad
democrática y potestad legal para gobernar, convierten al incumbente de la
posición oficial en un líder. En un régimen constitucional de corte
presidencialista, como el que predomina en los Estados Unidos, en América
Latina o aquí, en la República Dominicana, se sostiene que el Presidente de la
República es el líder de la nación.
Y en efecto,
así es. Nadie dispone de mayor autoridad y capacidad legal para conducir, guiar
y orientar los destinos de una nación que quien haya sido seleccionado por la
mayoría de los electores para ejercer la función de jefe de Estado.
Pero igual
ocurre con los Alcaldes, que son los líderes de sus comunidades locales; con
los Senadores y Diputados, que son líderes legislativos; y hasta con los
funcionarios designados, que aunque no han sido electos, actúan por delegación
del Poder Ejecutivo, y por lo tanto, se convierten en líderes en sus
respectivas áreas de trabajo.
Ahora bien,
sucede que sin tener autoridad ni poder, sin disponer de ningún título oficial,
hay personas que por el nivel de influencia que ejercen en la sociedad, por la
capacidad para inspirar o motivar a la realización de determinadas acciones,
son consideradas como líderes.
Es el caso,
por ejemplo, de la madre Teresa de Calcuta, quien no tenía ningún título
oficial. Tampoco había sido electa para ningún cargo público. Su función
consistía, básicamente, en atender a los pobres y a los leprosos que pululaban
por las calles de los barrios marginados de la India.
Se cuenta
que en una ocasión, una persona al verle incluso arriesgar su salud, ante tanta
posibilidad de contagio, comentó: ¨No haría lo que ella hace aunque fuera por
diez millones de dólares.¨
Al escuchar
el comentario, la madre Teresa respondió: ¨Yo tampoco.¨
Y es que su
misión era mayor. El sentido de su vida no era la búsqueda de dinero o de
riquezas. Había algo superior. Había en ella, más bien, un alto sentido moral
de responsabilidad y de solidaridad.
Pero igual
ocurrió con Mahatma Ghandi o con Martín Luther King Jr. Ninguno de ellos
tampoco desempeñó función pública alguna. Ninguno ni siquiera fue candidato a
un cargo electivo. Ninguno dispuso de poder político. Al revés, por medio de
las persecuciones, la represión y la cárcel que padecieron, fueron más bien
víctimas del poder político.
En la
historia universal, en la de América Latina y en la de la República Dominicana,
encontramos diversos ejemplos de figuras que nunca lograron ocupar una función
pública, que nunca tuvieron poder ni autoridad política, y sin embargo son
consideradas como líderes.
El mayor de
los ejemplos es el de Nuestro Señor Jesucristo, el mayor líder que ha conocido
la historia de la humanidad, y sólo se le reconocía por una condición: era hijo
de Dios.
Pero igual
ocurre con José Martí, considerado como el Apóstol de la Independencia de Cuba,
aunque no ejerció ninguna función pública, o con Juan Pablo Duarte, que nunca
alcanzó la posición merecida de Presidente de la República, pero a quien hoy
todos los dominicanos reconocen, con respeto y veneración, como el Padre de la
Patria.
La condición
de líder
Aparte de la
condición de liderazgo que se deriva de la función que se ejerce por voluntad
popular, el liderazgo que resulta de la capacidad para influir en las
percepciones, las actitudes y la conducta de distintos sectores sociales,
requiere de algunas condiciones.
La primera
es el compromiso con una causa. Esa causa puede ser la de la lucha por la
libertad, la democracia, la justicia social, la protección del medio ambiente y
los recursos naturales, la equidad de género, los derechos de la juventud y la
niñez, y en fin, cualquier causa que se considere justa y digna.
Al pasarse
revista en la historia con respecto a las personalidades que lograron destacarse
como líderes, se descubrirá que esa condición les vino, en primer término,
porque no permanecieron indiferentes ante una situación de injusticia.
Por el
contrario, asumieron un rol activo. En muchas ocasiones hasta arriesgaron sus
vidas, sus propiedades, su paz, su tranquilidad o el bienestar de sus familias.
Nada les
perturbó. Sólo aspiraban a la dignificación del ser humano o a la reparación
del mal causado.
Pero nunca
lo hicieron para satisfacer un acto de vanidad personal, para alimentar su ego
o por afán de gloria. Lo hicieron por una profunda convicción en beneficio de
las ideas, los valores y los principios que motivaban su lucha.
Cada día
ofrece la oportunidad a cualquier persona para ejercer un rol de liderazgo, ya
sea al interior de las familias, las escuelas, los sindicatos, los movimientos
sociales, o ante cualquier conglomerado humano.
Cada día
surge un conflicto, se genera un abuso, se produce una humillación, se vulnera
un derecho, se desconocen principios y se incurre en una arbitrariedad.
Ahí están
las condiciones para no ser indiferentes. Para no cruzarse de brazos. Para no
ser insensibles, sino, por el contrario, para hacer causa común con el débil,
con el explotado, con el oprimido.
De ahí
saldrá el nuevo líder, que con sentido de honorabilidad e integridad personal,
trabajo y estudio constante, en un aprendizaje continuo, desarrollará las
destrezas y habilidades requeridas para hacer de su función una labor eficaz al
servicio de su pueblo.
Si como
resultado de su acción, es reconocido, valorado y electo a una función pública,
las oportunidades que se le ofrecen para continuar su trayectoria de luchador
social serán aún mayores, pues entonces, además de influencia, dispondría de
autoridad y poder.
Todo esto,
por supuesto, sin olvidar que, a pesar de todos los esfuerzos y sacrificios
realizados en aras del bien común, al final de su mandato, también los de atrás
podrían tocarle bocina para que se eche a un lado.
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