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El PLD y la crisis del pensamiento crítico

Una de las secuelas espirituales más dramáticas y contraproducentes de las gestiones gubernativas del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) -sin que necesariamente estén totalmente libres de responsabilidad al tenor las otras entidades políticas que han administrado la cosa pública en los últimos tres decenios- ha sido la virtual liquidación del pensamiento crítico en nuestro país.

   La sociedad dominicana de hoy, ciertamente (y hay que decirlo, aunque sea con dolor en el alma), es un conglomerado casi acrítico, considerablemente domesticado, con escasas voces verdaderamente no comprometidas con la plutocracia y el pillaje, donde abundan los peleles, los alabarderos y los bergantes… Un conglomerado -en fin- en el que el pensamiento ciudadano (el común, el profesional y el intelectual) luce condicionado y a veces hasta secuestrado por los poderes establecidos.
   (Dentro de esa realidad ruda y decepcionante se han de descontar, para no pecar de injustos o incurrir en faltas a la verdad, ciertos espacios excepcionales que sólo hacen confirmar la regla: los medios digitales -donde la conciencia y el verbo inquisidores y protestatarios aún sobreviven por la propia naturaleza abierta de éstos- y un puñado más de programas o ámbitos de opinión pública dirigidos por “necios” y “desfasados” que se resisten a ser parte -o cómplices por favores- de los desmadres de la majestuosa democracia de clientela que nos gastamos).
   No se está hablando, empero, de la forma de calibrar el diario acontecer que es propia de los pancistas, los idólatras y los sectarios de toda laya (se impone aclararlo porque este es un emplazamiento paralelo que existe junto al que es objeto de estas líneas), pues para éstos toda actitud crítica siempre ha sido resultado de la “envidia”, de que “no le han dado lo suyo”, del “resentimiento” o, como gusta decir un reconocido y culto periodista eterna y sabichosamente vinculado a la caverna política criolla, simplemente del “afán de fuñir” dizque para “crear problemas donde no los hay”.
   (Esa última afirmación tampoco es maximalista: más allá de la vulgar y absurda apología del poder que entraña la tamborilera frase del distinguido comunicador, en el país hay gente que cree sinceramente que como sociedad “no tenemos grandes problemas” o que todo marcha “viento en popa”, y -¡claro!- para demostrárnoslo nos comparan con las más turbulentas o mendicantes naciones del orbe -asumiendo sin rubor el famoso consuelo de los tontos- o nos estrujan en el rostro las inefables estadísticas del Banco Central… “Pienso, luego existo”, como planteara el inmortal francés).
   En realidad, se habla aquí de otra cosa, a saber: de la “mirada” honesta, seria y justa (o sea, no obsequiosa ni “de sueco”) ante la realidad cotidiana, es decir, específicamente al enfoque honrado, objetivo y constructivamente cuestionador que en todas las sociedades democráticas -porque lo contrario es justamente lo propio de la tiranía, la dictadura y el despotismo- asume por lo menos un importante segmento poblacional e institucional preocupado por el presente y el porvenir de la nación al margen de los intereses particulares… Que por algo y para algo la democracia es “un sistema de pesos y contrapesos” en el que deben prevalecer la pluralidad y el debate libre.
   (Ese tipo de “mirada”, como se sabe, siempre resulta delineada por dos elementos que desgraciadamente cada día se ausentan más de la vida de los dominicanos de las últimas tres o cuatro generaciones: conocimiento elemental del pasado histórico -que es lo que nutre el amor sin amaneramiento por la patria y moldea los paradigmas sociales y los valores individuales- y un cierto grado de formación cívica y académica o cultural -que es lo que crea respeto por las instituciones y las leyes, y garantiza que la persona tienda a ejercer los derechos ciudadanos-).
   El creciente fenómeno de abulia, contemporización, silencio cómplice o descarado respaldo frente a “lo mal hecho” que observamos en la República Dominicana de hoy -sin importar el costado por el que se examine- es deplorable y espeluznante para cualquier espíritu mínimamente sano y civilizado, y lamentablemente está patente en gran parte de la población adulta, las nuevas generaciones, la intelectualidad y (¡que pena!) en los tradicionales centros de elaboración de ideas tanto públicos como privados.
   Tal situación es diariamente perceptible, de manera concreta, en el bárbaro que viola las leyes y las normas convencionales, en el ladino que las evade u obvia con fines oportunistas, en el pelele que observa a éstos con un aire de “ese no es mi problema”, en el simulacro de ciudadano que se deja humillar o expoliar por individuos o entidades (públicas o privadas), o en la gran masa integrada por esa “pobre gente” -para no usar una identificación ofensiva- que cree que defender sus derechos es vergonzoso, escandaloso o una mera impertinencia.
   Igualmente, el fenómeno se nota en la impresionante carga de superficialidad, frivolidad, lambisconería o mediocridad que presentan los “análisis” y las “evaluaciones” de la coyuntura político-económica (o el abordaje de los problemas que en general acogotan o preocupan a la nación) en los medios tradicionales de comunicación y en los lugares de relativa concentración poblacional: partidos, agrupaciones sociales, congregaciones religiosas, centros comerciales y ¡hasta universidades!
   Y lo peor es lo otro: todo ello se asume ya con una naturalidad que espanta (abundan las personas que se han acostumbrado a las inconductas propias y ajenas), y aunque muchos ni siquiera reparan en esto porque la cotidianidad aparenta no dejarles espacio sino para la “búsqueda” (por veces al mejor estilo de las alimañas de ferretería, que terminan adaptando su aparato digestivo a las más impensables sustancias), se trata de un pesado fardo de incivilidad y ausencia de empoderamiento político que promueve el caos social y aplasta la conciencia colectiva.
   La reiteración es válida: en los hechos nos hemos convertido en una comunidad nacional en el que, con la excepción de ciertos grupos miserablemente minoritarios, la gente no parece estar dispuesta a defender sus derechos constitucionales o legales (el conformismo y la aceptación del “mal menor” están a la orden del día), se ha adoptado la terrible sociología existencial de la sobrevivencia (cuchillo entre dientes o gratitud por las migajas de la corrupción, según el área de desenvolvimiento), y se generaliza cada vez más un comportamiento colectivo e individual que un comentarista radial ha denominado humorísticamente “la filosofía del ná e ná”.
   (El fenómeno aterra a quienes nos formamos en el humanismo, el espíritu de justicia y la vocación pluralista -aunque sea una “ingenuidad” o un “desfase” para algunos- por una razón simple: el pensamiento crítico -en tanto liquidador de la mentira y la ignorancia- fue históricamente el partero de la libertad, y en términos prácticos ha devenido el fundamento de la democracia y del progreso material y espiritual sostenible, por lo que -no es exageración, pese a parecerlo- su degradación sólo puede ser heraldo de tres cosas: la descomposición moral, la victoria del fanatismo en todas sus manifestaciones y el retorno del totalitarismo… No es un invento de quien escribe: es una enseñanza de la historia universal).
   Desde luego, que haya sido precisamente el PLD en el poder el que promoviera o sencillamente permitiera el advenimiento de la actual agonía del pensamiento crítico entre los dominicanos constituye no sólo un contrasentido político sino también una verdadera infamia histórica tanto por el hecho en sí como por los “mecanismos” que han operado para ello (abominados reiteradamente por los “padres fundadores” del peledeísmo): el clintelismo, el descrédito de la cultura, la prevalencia de la “ética” del usurero y, en consecuencia, la “cualquierización” del liderazgo y la generalización de la corrupción, el desparpajo moral y la impunidad.
   Es cierto, absolutamente cierto que aún está pendiente el balance final de la presente administración del licenciado Danilo Medina (tan distinta de la del doctor Leonel Fernández como diferentes son un cocodrilo y un caimán), pero la inquietud vale tanto para hoy como para mañana: ¿Qué diría el profesor Juan Bosch, si viviera, de esa impúdica “obra” de sus amados discípulos? 
El autor ni siquiera se molestará en hacer un intento de abordaje de la interrogante, pues todo el que tiene al menos una pizca de referencia sobre el pensamiento político y la catadura moral del ilustre polígrafo de La Vega, seguramente conoce la respuesta.

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