Carlos Esteban Deive
Artículo aparecido en Boletín del Museo del Hombre Dominicano - Año VIII, Núm. 12 (Enero 1979).
Desde el momento mismo del descubrimiento de la Española, cuando Colón y sus acompañantes pisan tierra y entran en comunicación con los aborígenes, tiene lugar un proceso más o menos complejo de relaciones raciales y culturales entre los unos y los otros.
Los contactos de los españoles con los nativos de
la isla fueron desde el principio conflictivos, tanto que produjeron la
progresiva, pero implacable desaparición de los nativos. Ya hacia 1560 apenas
quedaban algunos grupos dispersos de indígenas, sin mayores consecuencias para
el futuro progreso de miscegenación que daría nacimiento al hombre dominicano.
A diferencia de otros países de América, Santo Domingo no presenta en la
actualidad el nuevo tipo étnico común a otras latitudes del continente: el
mestizo.
La temprana desaparición de los naturales de la
Española fue también causa que su cultura, que a la llegada de los conquistadores
atravesaba por una etapa neolítica, de cultivo intenso de la agricultura y
producción de cerámica y materiales líticos, no pasara a integrarse por
completo a la simbiosis operada más tarde con la cultura de otros grupos
foráneos.
De la cultura taína restan muy pocos remanentes, y
estos corresponden sobre todo a los aspectos materiales de la misma. Hay que
advertir, por lo demás, que varios de esos aspectos perduraron a través del
esclavo africano, quien los hizo suyos y los incorporó a sus costumbres y
hábitos de trabajo.
Así, por ejemplo, cuando los taínos empezaban a
extinguirse, los negros habían logrado ya dominar la técnica del cultivo de la
yuca y la preparación del casabe, que era el alimento básico de aquellos. A
través de los esclavos africanos, los taínos legaron a nuestra cultura el
cultivo de roza, cuya quema y tala de árboles serían luego continuadas por los
plantadores azucareros (Veloz:1977, 66-67).
Otros elementos importantes de la cultura material
taina que subsistieron y aparecen hoy incorporados a la vida y actividad
cotidianas del dominicano son:
- instrumentos
como la canoa, la hamaca, el caracol [1] usado como trompeta para dar
avisos y la cuchara de higüero [2];
- técnicas
como el sistema de pesca denominado barbasco o
"encandilamiento", el ahumado para la conservación de las
carnes, la cestería especialmente mediante el empleo de cuerdas de
cabuya [3] y
la petaca de yagua [4],
el encendido de hornos de carbón, la utilización de la piel de ciertos
peces para limpiar y rayar vegetales, etc.;
- productos
agrícolas como la batata, la yautía, la jagua [5],
el jobo [6],
el maíz, el lerén [7],
el maní, etc. Todos ellos forman parte de la dieta dominicana.
El mundo espiritual del taíno apenas dejó huellas
en la cultura criolla, y las pocas muestras de ese mundo se hallan fuertemente
sincretizadas con las creencias y ritos cristiano-africanos. Podemos citar, al
respecto, la sacralización de ciertos caciques taínos, elevados a la categoría
de luases o divinidades del panteón voduísta; las supersticiones relativas a
las hachas indígenas, popularmente conocidas como "piedras de rayo" y
el mito de la ciguapa, entidad femenina que camina con los pies al revés.
La mayor aportación del taíno a la cultura
dominicana hay que buscarla, sin duda, en el lenguaje. Numerosos vocablos
forman parte del habla criolla (Emiliano Tejera, 1935; Emilio Tejera, 1977).
Los grupos étnicos que proporcionarán el mayor
caudal de rasgos y complejos a la cultura nacional son el español y el
africano, con una evidente e indiscutible prevalencia del primero sobre el
segundo a pesar de la opinión de algunos sociólogos e historiadores, cuya
posición antiespañola los lleva a menospreciar la preponderancia hispánica para
encumbrar las influencias ejercidas por los esclavos de distintas naciones africanas.
Esta falsa actitud ha de ser vista, sin embargo, como una reacción frente a la
ideología de la clase burguesa y españolizante, en la cual los prejuicios
raciales, unidos a una incomprensión del pasado, teñida de etnocentrismo y que
las invasiones haitianas del sigo XIX acrecentaron al máximo, impidieron
valorar justamente el rico fondo etnográfico del esclavo africano, y, en
consecuencia, sus contribuciones a la cultura vernácula.
Otra cosa muy distinta aconteció con la visión del
aborigen. El indigenismo no fue sólo un aspecto más de la corriente romántica,
que nutrió las páginas de la litera dominicana, a partir de la obra de los
hermanos Javier y Angulo Guridi, desde 1840, sino que actuó también como
filosofía de recambio en la lucha de los criollos contra la Anexión de la
República a España. La ausencia de una clara y definida identidad cultural
entre aquellos que, paradójicamente, ostentaban con orgullo su filiación
hispánica, condujo a no pocos intelectuales, en un momento en que la metrópoli intentaba
retener su centenario dominio sobre la antigua colonia, a buscar en la cultura
indígena unos valores que, infortunadamente, habían dejado de tener vigencia
casi en los albores mismos de la administración española.
No es extraño, por tanto, que las escasas
investigaciones sobre la realidad social dominicana apuntaran exclusivamente a
rescatar y valorar el folklore de ascendencia hispánica, el cual, si en verdad
es hegemónico, no constituye nuestra única veta etnográfica. Para los
hispanistas a ultranza, las tradiciones negras no se viven ni se recuerdan. Y
ni siquiera la historia las menciona. Será necesario citar al notable
afroamericanista M. J. Herkovits, quien nos dice que la persistencia de
africanismos ocupa en Santo Domingo un lugar prominente en toda América.
El proceso de colonización, caracterizado en
principio por el modo de producción minera y más tarde agotado éste por el
azucarero, obligó al conquistador a introducir en Santo Domingo desaparecida la
mano de obra indígena, poco resistente al trabajo forzado al negro africano en
calidad de esclavo.
La presencia del negro en la isla data de los
primeros años de su descubrimiento. Sabemos con certeza que ya en 1503 existían
en la Española esclavos suficientes en número como para rebelarse y huir a los
montes, ya que el gobernador Ovando se quejaba de las fugas y malas costumbres
que los africanos daban a los nativos, con quienes convivían en sus refugios
apartados de los centros urbanos.
Los esclavos traídos a Santo Domingo procedían de
diversas zonas de África y, por tanto, pertenecían a culturas diferentes. En
las primeras épocas esos esclavos eran ladinos, es decir, nacidos
en España y cristianizados, pero a medida que el tráfico y comercio se
intensificaban y las autoridades de la colonia reclamaban más mano de obra
servil para las plantaciones y otros quehaceres, se permitió la introducción de
negros bozales, importados directamente de África.
El negro africano llegó, pues, a Santo Domingo, en
calidad de esclavo, y fue él quien completó, con su trabajo forzado, la
actividad del español conquistador. Es por tanto la situación de esclavitud la
que marca, como trazo fundamental, la presencia del negro en la isla. Como
esclavo, y a causa de esa situación, el negro arribó a América con sus culturas
quebrantadas. Arrancado por la fuerza de su tierra, transportado y trasplantado
a un nuevo hábitat, obligado a integrarse a una sociedad que no era la suya y
en la que se encontraba en una posición de absoluta subordinación económica y
social, el negro africano vio así destruida su organización tribal y política,
sus formas de vida familiar y, en fin, todas sus estructuras sociales
originales. Mientras el español se limitó a importar su sociedad y
civilización, no teniendo que hacer otra cosa sino adaptarlas a un nuevo medio,
la esclavitud, al desgarrar la cultura africana original, sólo permitió que el
negro trajera consigo sus creencias y valores, debiendo sujetarse, en cambio, a
una sociedad distinta a la suya e impuesta por su amo blanco.
Aun cuando el trasplante de esclavos negros tuvo
como escenario un hábitat similar al existente en la costa occidental africana,
las características singularmente dramáticas de ese trasplante impidieron que
aquellos pudieran mantener intactas sus culturas. La sacudida violenta y atroz
que significó para ellos su desarraigo solar, y el régimen de opresión a que
fueron sometidos, ni siquiera les dejó utilizar enteramente sus técnicas en
relación con el nuevo ambiente. De ahí que, en la actualidad, tal como dice
Bastide (1969), no puede hablarse de civilizaciones o culturas africanas en
América, sino de culturas negras o más bien de rasgos, restos de esas culturas.
Varias décadas han transcurrido desde la aparición
de la obra de Nina Rodríguez, y mientras a lo largo de ese tiempo un número
considerable de especialistas han venido dedicándose en otros países a estudiar
los vestigios o remanentes culturales negroafricanos en el Nuevo Mundo, en
Santo Domingo las aportaciones del hombre de color continúan siendo ignoradas
en gran parte. Hasta hace poco, y sólo de pasada, se hacía referencia, si bien
en términos peyorativos, a ciertos aspectos del África "salvaje" y
"supersticiosa" incrustados, como un tumor maligno, en las entrañas
del alma dominicana, y aún así esos aspectos fueron siempre vistos como
extraños y producto de aciagas circunstancias históricas.
Para los afroamericanistas, Santo Domingo
constituye un campo de trabajo fértil y virgen, no sólo por la escasez de
investigaciones realizadas hasta hoy, sino por las excelentes y envidiables
condiciones sociológicas que el país ofrece.
En efecto, la población negra y mulata existente en
Santo Domingo, es el resultado de diversas migraciones:
1) las procedentes directamente de África,
ocurridas en la época de la colonia. Estas migraciones comienzan en los años
iniciales del siglo XVI y se continúan prácticamente hasta el siglo XVIII.
El mito de la escasez de mano de obra negra,
sustentado calurosamente por los hispanistas a ultranza, no resiste el más
somero análisis de las fuentes históricas. A partir de la primera mitad del
siglo XVI la población de color era tan numerosa y los cimarrones pululaban por
todos los puntos de la isla con tan desparpajo que la Corona española se vio
obligada a dar instrucciones a las autoridades de la colonia con el fin de
doblegar a los rebeldes. La abundancia de esclavos africanos mereció que
Fernández de Oviedo (1959) dijera que La Española era una copia fiel de África.
2) las migraciones de esclavos fugitivos
desde la colonia francesa de la parte occidental de la isla, compuesta
generalmente de negros fugitivos, huidos de los rigores de sus amos, y que
nutrieron la colonia española desde la época inicial del establecimiento de los
franceses en la isla.
Estos esclavos provenían directamente de África, y
en ciertos casos llegaron incluso a formar comunidades como la de San Lorenzo
de los Mina, que es hoy barrio o sector de la ciudad de Santo Domingo.
3) los llegados de otros puntos de las
Antillas, sobre todo de las Menores, ya dominadas por franceses, ingleses,
holandeses, etc.
Más modernamente, ya en el período republicano, la
afluencia de negros a Santo Domingo continuó en gran número. Cabe citar:
4) el tráfico de trabajadores negros desde
las Antillas inglesas en el primer tercio de este siglo para laborar
en los ingenios azucareros del este de la isla, y cuyos descendientes se
conocen hoy entre nosotros con el nombre de cocolos (Ver al
respecto: Bryan, 1973; Mota Acosta, 1977).
5) la inmigración de ex esclavos
norteamericanos, propiciada por el presidente haitiano Boyer a partir de
1822, cuando logra el control de toda la isla. Estos inmigrantes se avecindaron
en Puerto Plata y la península de Samaná. Si bien la inmigración concluyó
pronto, los descendientes de esos ex esclavos constituyen en la actualidad un
grupo étnico y cultural bien definido y son objeto de interés por parte de
varios antropólogos norteamericanos.
6) la numerosa mano de obra importada desde
Haití, y cuyo flujo prosigue hoy, la cual se ha incorporado en gran parte a
la población dominicana, ya legal o ilegalmente.
Todas esas migraciones han contribuido grandemente
a aumentar los distintos procesos de transculturación operados en Santo Domingo
desde los primeros días de la esclavitud.
Remanentes culturales africanos se observan en
Santo Domingo en muy diversos aspectos: música, baile, creencias
mágico-religiosas, cocina, economía, diversiones, hábitos motores, lenguaje,
etc. Un estudio pormenorizado de esos remanentes está todavía por realiza a
pesar de los intentos parciales llevados a cabo hasta ahora por algunos
investigadores. Es necesario además precisar la procedencia tribal de los
esclavos, y una historia más documentada de la esclavitud en Santo Domingo debe
emprenderse de inmediato.
Veamos a continuación, en forma sumaria, los
principales vestigios negroafricanos presentes en la cultura dominicana actual.
Tal vez la mayor influencia del esclavo africano se
observe en la música y baile. Tal influencia se origina en las danzas, que como
la calenda, se practicaban en Santo Domingo, como en otros
lugares de América, desde los años iniciales de la esclavitud. Debemos al padre
Labat, quien viajó por las Antillas en el siglo XVIII, una descripción bastante
minuciosa de la calenda.
De esta danza derivan, según investigaciones
realizadas por el folklorista Fradique Lizardo, varios de nuestros ritmos
populares. Uno de los más generalizados de todos es los palos,
nombre con que se designa tanto al ritmo como a los membranófonos utilizados.
Ritmos nacionales de obvia impronta africana son la sarandunga,
los congos, la jaiba, el chenche
matriculado, etc. La salve, que al decir de la
etnomusicóloga norteamericana Martha Davis, es la más típica de los géneros
tradicionales dominicanos, presenta dos estilos: uno claramente español,
amétrico y antifonal, y otro polirrítmico, fuertemente hibridado entre lo
español y lo africano. Entre los instrumentos de origen africano cabe citar
los palos, el balsié, la gallumba,
etc.
La música popular dominicana está íntimamente
ligada a la cultura religiosa, y se interpreta sobre todo en las llamadas fiesta
de santos, conocidas también, según la zona del país, como velaciones, velas o noches
de vela. Otros ritmos populares son de evidente origen español, como
la mangulina y el carabiné.
Las creencias mágico-religiosas dominantes entre
las capas campesinas y populares dominicanas reflejan el sincretismo
cristiano-africano operado desde los tiempos de la colonia. El vodú dominicano
es de obvia procedencia haitiana, pero sus rasgos y complejos se muestran
degradados en Santo Domingo. Al panteón voduísta criollo se han incorporado
muchas divinidades o loas nativos. El rasgo más característico
del vodú dominicano es el que lo relaciona directamente con la actividad
mágica. Las correspondencias entre los loa y los santos
católicos son similares a las haitianas (Deive: 1975).
La magia dominicana es también una mezcla
heterogénea de creencias y ritos africanos y europeos, estos últimos
especialmente españoles. Animales míticos como el bacá y
el galipote proceden de Haití. Las clásicas brujas y las características
que las rodean son españolas. De Europa nos viene la superstición del mal
de ojo, la supuesta existencia de lugarús (loup-garou) y numerosos
hechizos y encantamientos, amén de la mayoría de las artes adivinatorias.
Los ritos funerarios contienen muchos rasgos de
ascendencia africana que son compartidos con otros países de América. Un
ejemplo típico es el baquiní o velorio del
angelito.
En el campo económico destacan las diversas
instituciones de ayuda mutua, existentes tanto en los campos como en las
ciudades. En los medios rurales, estas instituciones se presentan en forma de
agrupaciones de campesinos que se reúnen para colaborar en determinadas faenas
agrícolas, como siembras, talado de bosques, preparación del terreno, etc.
Reciben el nombre de juntas o convites y
presentan características similares al combite haitiano,
estrechamente emparentado con el dokpwe de los fon de
Dahomey. Dichas faenas se acompañan de cantos e instrumentos musicales que
sirven de estímulo y coordinación en el trabajo. Todos los miembros de una
junta están obligados a reciprocar la ayuda prestada y colaborar en las labores
de los demás. Al finalizar la jornada se celebra una fiesta que corre a cargo
del propietario del terreno.
Otra institución de ayuda mutua, de origen
africano, es el sistema de crédito rotativo que se conoce con el nombre
de san y que corresponde al Esusu yoruba.
Como en Nigeria y otras partes de Afroamérica, el san lo
integran preferentemente mujeres. Consiste, como es sabido, en el
establecimiento de una caja común a la que cada participante del san contribuye
con una suma mensual o semanal. Cada socio recibe, en forma rotativa, el valor
total de la caja, empezando por el que la organizó (Pollak-Eltz).
La cocina dominicana contiene productos y platos de
procedencia africana. Entre los primeros figuran el guandul [8],
el ñame [9] y
el funde [10].
Platos típicamente africanos parecen ser el mofongo, preparado a
base de plátanos verdes y, derivados de la cocina cocola, el fungí y
el calalú. Una bebida común entre los esclavos negros era el guarapo,
que se saca del jugo de caña de azúcar.
De los cocolos descendientes de
los inmigrantes negros de las Antillas británicas nos vienen ciertas
diversiones como las practicadas por los buloyas o Guloyas y
los Momís, ambos de la ciudad oriental de San Pedro de
Macorís. Los primeros, según la opinión más generalizada, son grupos de
máscaras que representan, aunque en forma muy degradada, escenas del combate
bíblico entre David y Goliat. Los segundos son un remanente de las tradiciones
inglesas del Mummer's Play, traído a las islas antillanas por los
colonizadores británicos, obras dramáticas que se escenificaban en Navidad.
Los momís, según Martha Davis, tienen un aspecto carnavalesco en el
que se advierten influencias africanas, sobre todo en los trajes y el
comportamiento de sus integrantes.
Ciertos juegos infantiles practicados hasta hace
poco han sido reportados por el investigador Veloz Maggiolo como de origen
africano. Son ellos el fufú, formado por un botón grande y
un hilo que se pasa por dos orificios de dicho botón; las castañuelas de
palitos; la bocina, fabricada con una caja de fósforo y la "cajita"
(1977, 84).
La influencia africana en el lenguaje dominicano no
es muy significativo, pero aún así es posible rastrear numerosos vocablos
importados por el esclavo negro y que se han incorporado al léxico popular. Una
gran parte de esos vocablos es común a otros países antillanos, como Cuba y
Puerto Rico. Citamos, entre otros, las voces bemba, bachata, guineo, quimbamba,
añangotarse, etc.
Si la cultura dominicana es una simbiosis rica y
dinámica de distintas influencias indígena, negra, española conviene
preguntarse en qué momento de la historia de Santo Domingo comienza a
producirse esa simbiosis. La respuesta no es fácil y para encontrarla habría
que remontarse, tal vez, a los comienzos del siglo XVIII, cuando lo que Veloz
Maggiolo denomina el "sentido del criollismo", empieza a surgir a
partir de las devastaciones del gobernador Osorio, hecho que condujo, a la
división de la isla en dos colonias (1977, 11).
El término criollo, aplicable en
sentido general a todo lo originario de los países americanos, estaba reservado
exclusivamente, a partir del siglo XVI, para denominar a los hijos y nietos de
africanos nacidos en estas tierras. El documento más antiguo que atestigua la
presencia de esa palabra se encuentra en el testamento de Juan de Castellanos,
en la parte que hace relación a los esclavos domésticos, propiedad de este
autor. En esa relación aparecen los nombres de varios esclavos domésticos, como
"Ambrosio, negro criollo"; "Andrés, criollo de Santo
Domingo", etc. (Álvarez: 1974). En 1590, el padre Acosta lo utiliza para
nombrar a los nacidos de españoles en Indias, y el Inca Garcilaso de la Vega lo
aplica indistintamente a los españoles y negros. Ya en el siglo XVIII el
adjetivo criollo designa a todos los nacidos en América, no importa la casta o
mezcla de donde provengan. Se exceptúan de este calificativo a los
descendientes de indígenas.
El criollo, o nacido en América, inició así un
proceso de adaptación a la tierra y al clima que lo obligaron a rechazar la
cultura de sus mayores para crear otra más acorde con su medio ambiente. Ese
vivir diferente es el que da origen a la cultura criolla, distinta por tanto a
la de los europeos que siguieron llegando al Nuevo Mundo.
Existe documentación que prueba que en ciertas
zonas americanas, como en México, esos matices culturales diferenciales son ya
observables en las postrimerías del siglo XVI. Un ejemplo evidente lo tenemos
en la obra de Juan de Cárdenas, médico sevillano que en su obra, editada por
primera vez en 1950, se refiere a las novedades que en cuestión de modales,
expresiones verbales y actitudes mentales distinguen al nacido en Indias del
"cachupín venido de Indias" (Arrom: 1953, 267).
El proceso de formación de la cultura dominicana,
que puede situarse a partir del siglo XVII, responde pues a la necesidad del
criollo de adaptarse al hábitat donde vive y es el resultado de un largo y
prolongado mecanismo de transculturación que se inicia sobre todo a partir de
la cultura española, lógicamente predominante, a la que luego se mezclarán
ingredientes procedentes de la aborígen y africana.
A estos ingredientes habría que añadir los derivados
de etnias y nacionalidades de inmigración reciente, como la árabe, la asiática
y la judía, si bien esta inmigración no es muy significativa en el proceso de
criollización cultural.
¿Pertenece la cultura dominicana a lo que se conoce
como el "área cultural" del Caribe? La expresión "área
cultural" es un artificio inventado por los antropólogos para designar un
espacio geográfico dentro del cual conviven pueblos que presentan culturas más
o menos parecidas. Ahora bien, lo que llamamos "Caribe" ha sido delimitado
de diversas maneras. Ciertas clasificaciones hacen comprender en él solamente a
las islas que bañan el mar de las Antillas y el Atlántico, pero otras incluyen
Centroamérica y la costa norte de Sudamérica. Por otra parte, lo que Wagley
denomina "la esfera de la Plantación", cuyos rasgos define a partir
fundamentalmente del Caribe, abarca no sólo las zonas señaladas, sino también
el sudeste de los Estados Unidos.
Es obvio que la cultura dominicana en nada se
asemeja a la centroamericana, ni a la del sudeste norteamericano, y los rasgos
que comparte con los países de la costa norte de Sudamérica son bien pocos.
Habría entonces que delimitar el espacio del "área cultural" del
Caribe, para que en él pudiese tener cabida la cultura dominicana a las dos Antillas:
las mayores y las menores. Pero las primeras incluyen a Jamaica, cuya cultura
es muy diferente a la nuestra, y en cuanto a las segundas, colonizadas por
diversas potencias europeas, apenas es posible observar ciertos rasgos comunes.
Tal vez los dos únicos países que más se parecen culturalmente al dominicano
sean Puerto Rico y Cuba y, en menor medida, Haití.
Por otra parte, la "esfera de plantación"
o afroamericana señalada por Wagley (1968) abraza el noreste del Brasil, la
Guayana francesa, Surinam, Guyana, la costa caribeña de América Central, el
Caribe y el sudeste de los Estados Unidos. El propio Wagley ha sumarizado los
rasgos comunes a esta región, de los cuales los más importantes son:
monocultivo bajo el sistema de plantación, estructura social rígida, sociedades
multirraciales, débil cohesión comunitaria, pequeños propietarios campesinos
bajo el régimen de subsistencia y régimen familiar de carácter matrifocal, todo
ello influido por supervivencias negroafricanas tanto en el folklore como en las
creencias religiosas.
Qué rasgos de los indicados se encuentran en Santo
Domingo es difícil de indicar, pero parece que una estructura social rígida no
es aplicable a la cultura dominicana y la matrifocalidad de nuestra familia es
muy discutible. Grupos como los Bush Negro de Surinam y la Guayana francesa o
los Caribes Negros de St. Vincent, son totalmente ajenos, culturalmente
hablando, al pueblo dominicano.
Si existe una cultura del Caribe en la cual esté
incluida la dominicana es requisito obligatorio definir previamente cuál es el
espacio geográfico implícito en ese término y qué se entiende por esa cultura.
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