Por El Nacional
¿Solo se escribe bien de lo que no se cree? Creer en filosofía es paradójico, en poesía… ¿en su íntima convicción el filósofo y el poeta creen en lo que escriben?
Al “creer” en lo que se escribe con la sangre, ¿puede
permanecer? No en todos se da. Otros lo hacen con palabras indelebles.
Lo anterior, aunque sea una metáfora de vida, de plasmar…
falseamos la realidad de nuestra percepción al abordar los temas que sirven de
soporte para “transmitir” (¿realmente transmitir?) en signos, las grandes
inquietudes metafísicas, materiales y espirituales; de contemplaciones profunda
en su devenir permanente del ser ante lo inminente.
Se escribe sobre el amor y en el fondo somos incapaces de
amar las palabras, pero no al objeto del canto; sobre la noción patria y a la
primera oportunidad la “traicionamos”, aunque no terminen fusilándonos por
traición a ella, como sucede.
Con el amor, quizás lo único que prima sea la pasión ante
el cuerpo que redunda en palabras, que dan inicio a las analogías afectivas,
metafóricamente hablando, y da espacio ¿vacío?, a la escritura cual sea el
género.
Al saber, conscientemente, de que a lo que les estamos
cantando no es realmente lo que sentimos si es que somos capaces de sentir,
pues abordamos con palabras ya usadas, de siglos, tal o cual sentir y también
con el cuerpo, y comienza el problema: se confunde tanto para bien como para
mal, la palabra bien colocada en ese espacio vacío que es el deseo, la
posesión, de imponer una idea-palabra yuxtapuestas a lo ¿real? De ahí proviene
el juego.
En el fondo, las razones que posee un escritor
para dejar fluir sus deseos, ideales, creencias más íntimas lo que utiliza para
expresarlo en signos de antiguas datas, no son más que intentos de acercarse a
ellos y las mayorías: intentos dudosos.
Se aprovecha la “realidad” que la proporciona para
enriquecerlos con mañas de los signos; de ahí el culto de uno que otro escritor
por los “cementerios marinos” que son los diccionarios; el dominio de la lengua
y por ende de las palabras, del caos en visiones para encontrarles palabras que
se acercan a lo que “siente”, aunque no se sienta nada y dentro del ser solo
sean sombras.
Llenamos de palabras los espacios invisibles de las hojas
–ahora la pantalla del ordenador, antes la hoja ante el teclado de la máquina
de escribir ¿en blanco? – a lo Mallarme, a lo Rimbaud, a los surrealistas, a lo
modernistas latinoamericanos hasta a los formalistas rusos y la poesía
revolucionaria latinoamericana, de poema, de prosa ficción o ensayística para
despertar sensaciones en ebullición “traicionadas” por los mismos que la
postulan.
Todo, debido al “¿carácter demoníaco de la palabra en
poesía ante el alma caótica?” Talvez.
Al parecer un poema, una buena prosa filosófica o no, no
son más que imágenes de signos en una pantalla de nuestro sentir redundando en
existir o lo contrario, que quizás no tengan colores en su origen, sino que se
los atribuimos como paraíso recobrado. De ahí su falsedad.
Es esa sensibilidad, esa “condición” que el creador de
fantasmas (el poeta, el novelista, el filósofo) hace que terminemos
creyéndolos.
Mientras más sensibilidad más forcejeo con la realidad
verbal que tiende a convertirse en un reto.
¿Al no existir se les canta con la verdad? Piénsese en los
poetas que eran capaces de matar por determinado cuerpo, idea, creencias e
ideologías y después se volvían delirio.
No reconocerlo al escribirlo son las “verdades” que
ocultan.
En Latinoamérica, para situarnos en nuestra línea equinoccial
de creación-recreación tanto de la “propia” como de la “ajena”, la poesía, está
llena de personajes que en el fondo no les importaba nada, aunque digan lo
contrario con la palabra.
Son personalidades complejísimas, (piénsese en Rubén Darío,
Leopoldo Lugones, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, José Lezama Lima y Octavio
Paz y decenas más, para citar solo a los mayores) creadores de realidades
sensitivas, sus imaginarios, la práctica de vida y escritural a los que van
dirigidos sus discursos, no creían ni estaban obligados a creer en lo que
escribían, sino a partir de sus delirios, en nada de lo que escribían, pero sus
palabras escritas superan a la del habla, que es de la que queda testimonios
fantasmales.
El autor es escritor.
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